Cuando tenía 12 años, mi papá le regaló unos libros a mi hermano. Había llegado el momento de zambullirse en la "buena literatura". Eran "La gloria de mi padre", "El castillo de mi madre" y "La edad de los secretos". Mi hermano no pasó de las primeras páginas y, en cambio, yo mordí.
A partir de ahí, mi padre no dejó de comprarme libros y en este tema, para mi fortuna, es terríblemente exagerado. Cuando empecé a estudiar alemán, por ejemplo, cayó con las obras completas de Goethe, en letra gótica.
Pero accidentes como ese no ocurrieron más. Con mi enamoramiento con Patricia Highsmith, me trajo todo lo que encontró y todavía me queda alguno por leer.
Hubo algo positivo en esto de que su hijo no prendiera a sus recomendaciones literarias y fue que a mí sí me podía recitar poemas. Nunca faltaban: "Rapelle-toi Barbara" de Jacques Prevert, "Juro que me la llevé al río pensando que era mozuela/ pero tenía marido...", "Ay Antoñito el Camborio del Guadalquivir!", "Eran las cinco en punto de la tarde" y "Le ciel si pâle et les arbres si grêles" de Verlaine. Ese era el top five.
Después de la separación, mi papá se mudó a su consultorio-búnker que tenía una gran biblioteca -una pena porque era de su familia, el mueble, no los libros, y se la hizo acortar porque no cabía en el departamento, aunque años más tarde se mudó a su casa actual de techos altos donde habría cabido perfecto- por supuesto y nuestro juego preferido era que se pusiera de espaldas, nosotros leyéramos un título, se diera vuelta y con un sólo movimiento ubicara el libro, sin pensar, sin mirar, sin leer. Nunca fallaba, sobra decirlo.
A mí me tiemblan las manos como a él y su casa de ahora es una gran biblioteca con cocina y baño.
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